domingo, 20 de noviembre de 2016

El día que me fui a la cama con unas "bambas"

Sí sí, como lo oyes. No en el sentido sentimental o amoroso de la expresión, así que lo siento si te defraudo. Pero oye, para gustos colores, no te voy a juzgar, ciertamente hay zapatos muy bonitos, puedo llegar a entenderte.

Va, ahora enserio.

He jugado a baloncesto toda mi infancia, pre adolescencia y adolescencia. De los 6 años a los 18. No he sido un gran jugador, no te voy a engañar. Pese a cosechar algún que otro título en ligas menores y el orgullo de decir que era el pívot más bajito de la liga con 1 metro 82cm, pocos más han sido mis logros.

Sabrás que en todo deporte, las grande marcas siempre se encargan de bañar con su marketing las cabezas de todos los que lo practican o lo siguen. Y ni yo iba a ser menos, ni ninguno de mis compañeros de juego. Estaba enamorado de todas las zapatillas deportivas que calzaban mis ídolos deportivos. Podía decirte marca, modelo y año. Incluso de cuantos colores existía cada modelo y si había una edición limitada. ¿Y por qué? Porque no podía tener unas.

En mi casa no estábamos para tonterías. Nunca me ha faltado de nada, que no se me malinterprete. Pero no me ha faltado de nada necesario. Mis padres no podían permitirse que su hijo llevara unas bambas con esos precios desorbitados, para que, al cabo de medio año y una vez crecido el pie, se tiraran a la basura para adquirir unas nuevas. No se podía. O quizás sí, pero ese dinero era empleado sabiamente en otras cosas que seguro hacían más falta.

Pero cuando cumplí 12 años me compraron unas. Tuvimos que ir a Barcelona ya que en el pueblo donde vivía poca variedad de calzado podías encontrar. Y allí, en aquellos grandes almacenes, me compraron mis primeras zapatillas deportivas de marca. Y no unas cualquiera no, me acordaré siempre: Converse All Star 91 del jugador Dennis Rodman. Eran preciosas.

Al llegar a casa las coloqué encima de la mesa que usaba de escritorio y no podía dejar de mirarlas. Me las ponía y las volvía a colocar como si le fuera a hacer fotos para un catálogo. Que carai, yo creo que incluso mejor. Llegó la hora de irme a dormir y ese día dormí abrazado a ellas. Vale, será todo lo materialista que quieras, pero yo tenia las zapatillas de Dennis Rodman.

Cuando entrenaba, llegaba a casa y deshacía la mochila. Cogía las bambas y las limpiaba con esmero, tratando que aquel roce no se viera. Poniendo todo el afán del mundo en quitar aquel pisotón o aquella mancha. Las dejaba impolutas. Las cuidaba, las mimaba y las trataba con el cariño de alguien que quiere que aquello le dure para siempre.

Quizás el niño que siempre había llevado zapatillas de marca no tenía ni idea de que modelos había ni en que colores. Quizás no sabía cuanto costaban o no le daba importancia. Quizás, sabiendo que cuando no le sirvieran le comprarían las que pidiera, le traía sin cuidado cuidarlas, mancharlas o romperlas.

Y ahí voy.

Mis padres queriendo o sin querer me enseñaron una lección. Y ahora, que yo soy el padre, me veo en la obligación de transmitir esos valores a mi hijo. Actualmente vivimos rodeados de marcas y de tecnología. Veo niños con teléfonos móviles mejores que el mío. Padres que visten a sus hijos con ropas de marca mejores que las suyas. Es normal querer dar a tus hijos lo mejor, pero cuidado: corremos el riesgo de que no valoren las cosas.

Y aquí es donde tenemos que trabajar nosotros. En inculcarle que aquello que quiere cuesta de adquirir, ya no por su precio, sino por todo lo que conlleva. No es algo malo que quiera una cosa y no pasa nada si no lo tiene al momento, ni en ese mes, ni en esa temporada. No pasa nada porque desee una cosa más tiempo de la que está acostumbrado e incluso, no pasa absolutamente nada si “eso” no llega a tenerlo.

Seguramente aprenderá mucho más no llegando a tener algo, que recibiendo absolutamente todo a pedir de boca.


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