Sí sí, como lo oyes. No en el sentido
sentimental o amoroso de la expresión, así que lo siento si te
defraudo. Pero oye, para gustos colores, no te voy a juzgar,
ciertamente hay zapatos muy bonitos, puedo llegar a entenderte.
Va, ahora enserio.
He jugado a baloncesto toda mi
infancia, pre adolescencia y adolescencia. De los 6 años a los 18.
No he sido un gran jugador, no te voy a engañar. Pese a cosechar
algún que otro título en ligas menores y el orgullo de decir que
era el pívot más bajito de la liga con 1 metro
82cm, pocos más han sido mis logros.
Sabrás que en todo deporte, las grande
marcas siempre se encargan de bañar con su marketing las cabezas de
todos los que lo practican o lo siguen. Y ni yo iba a ser menos, ni
ninguno de mis compañeros de juego. Estaba enamorado de todas las
zapatillas deportivas que calzaban mis ídolos deportivos. Podía
decirte marca, modelo y año. Incluso de cuantos colores existía
cada modelo y si había una edición limitada. ¿Y por qué? Porque
no podía tener unas.
En mi casa no estábamos para
tonterías. Nunca me ha faltado de nada, que no se me malinterprete.
Pero no me ha faltado de nada necesario. Mis padres no podían
permitirse que su hijo llevara unas bambas con esos precios
desorbitados, para que, al cabo de medio año y una vez crecido el
pie, se tiraran a la basura para adquirir unas nuevas. No se podía.
O quizás sí, pero ese dinero era empleado sabiamente en otras cosas
que seguro hacían más falta.
Pero cuando cumplí 12 años me
compraron unas. Tuvimos que ir a Barcelona ya que en el pueblo donde
vivía poca variedad de calzado podías encontrar. Y allí, en
aquellos grandes almacenes, me compraron mis primeras zapatillas
deportivas de marca. Y no unas cualquiera no, me acordaré siempre:
Converse All Star 91 del jugador Dennis Rodman. Eran preciosas.
Al llegar a casa las coloqué encima de
la mesa que usaba de escritorio y no podía dejar de mirarlas. Me las
ponía y las volvía a colocar como si le fuera a hacer fotos para un
catálogo. Que carai, yo creo que incluso mejor. Llegó la hora de
irme a dormir y ese día dormí abrazado a ellas. Vale, será todo
lo materialista que quieras, pero yo tenia las zapatillas de Dennis
Rodman.
Cuando entrenaba, llegaba a casa y
deshacía la mochila. Cogía las bambas y las limpiaba con esmero,
tratando que aquel roce no se viera. Poniendo todo el afán del mundo
en quitar aquel pisotón o aquella mancha. Las dejaba impolutas. Las
cuidaba, las mimaba y las trataba con el cariño de alguien que
quiere que aquello le dure para siempre.
Quizás el niño que siempre había
llevado zapatillas de marca no tenía ni idea de que modelos había ni en
que colores. Quizás no sabía cuanto costaban o no le daba
importancia. Quizás, sabiendo que cuando no le sirvieran le
comprarían las que pidiera, le traía sin cuidado cuidarlas,
mancharlas o romperlas.
Y ahí voy.
Mis padres queriendo o sin querer me
enseñaron una lección. Y ahora, que yo soy el padre, me veo en la
obligación de transmitir esos valores a mi hijo. Actualmente vivimos
rodeados de marcas y de tecnología. Veo niños con teléfonos
móviles mejores que el mío. Padres que visten a sus hijos con ropas
de marca mejores que las suyas. Es normal querer dar a tus hijos lo
mejor, pero cuidado: corremos el riesgo de que no valoren las cosas.
Y aquí es donde tenemos que trabajar
nosotros. En inculcarle que aquello que quiere cuesta de adquirir, ya
no por su precio, sino por todo lo que conlleva. No es algo malo que
quiera una cosa y no pasa nada si no lo tiene al momento, ni en ese
mes, ni en esa temporada. No pasa nada porque desee una cosa más
tiempo de la que está acostumbrado e incluso, no pasa absolutamente
nada si “eso” no llega a tenerlo.
Seguramente aprenderá mucho más no
llegando a tener algo, que recibiendo absolutamente todo a pedir de
boca.
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