Odio el móvil. Enserio, odio el
maldito móvil. Cómo era nuestra vida antes de ese aparatito?
Alguien se acuerda? Como podíamos sobrevivir sin estar
permanentemente conectados a Internet? Cómo lo hacíamos para no
estar disponibles el 100% de nuestro tiempo para aquel que nos
solicitara? No logro entender como conseguíamos sobrevivir sin hacer
fotos a lo que veíamos o hacíamos y menos aún, como llevábamos
eso de no compartir con todo el mundo nuestra vida.
El móvil se instaló en nuestras vidas
poco a poco. Primero como un objeto útil: para estar localizado.
Luego ya tenía mensajes de texto. Al poco tiempo juegos, si sí,
algunos tan adictivos como la serpiente del Nokia 3310. Y a medida
que los años fueron pasando, se añadió el color, los sonidos
politonos, las primeras pantallas táctiles, el GPS, Internet...
Nos ha cambiado la vida.
Eso es un
hecho. Y tan verdad como que nuestra tontería va creciendo, más o
menos a la par, que la resolución de pantalla de nuestros celulares.
Estamos mandando al garete a una velocidad de vértigo el significado
de la palabra “intimidad”. Todo se comparte. Lo que comes, donde
estás, con quien has ido... y por si no te acabas de hacer una idea
te pongo una fotito. O unas cuantas, total es gratis.
Perdonadme la expresión. Pero cortaría
la mano del que mientras le estoy hablando de cualquier tema, le
suena un mensajito de Whatsapp y se pone a leerlo. Que sí, ya sé
que dirás. ¿Y si es algo importante? Me intentas decir amigo mio,
que tenemos dispositivos con nosotros que pueden: conectarte a
Internet, hacer compras con solo decirlo por voz, guiarte por las
calles de todo el mundo mientras conduces, hacer videoconferencias,
realizar fotos y vídeos con más calidad que los de mi comunión...
y no pueden llamar? Si algo es urgente, digo yo que te llamarían
antes que enviarte un miserable mensaje, sin saber a ciencia cierta
si lo vas a leer. Vamos, digo yo.
Me produce una mezcla de sorpresa, pena
y desilusión pasear por los parques. Recuerdo poder estar toda la
tarde en un banco, con los amigos y una bolsa de pipas. Sí, sin más,
alucina. Quedábamos para hablar, reírnos y explicarnos cosas. Eso
que se suele llamar relaciones interpersonales. Ahora no. La historia
consiste en sentarse todos juntitos. Sacar cada uno su teléfono
móvil y en el mejor de los casos uno de ellos enseñará al resto un
vídeo gracioso, una noticia, un meme o lo que rayos sea que les haga
gracia. Pero la mayoría de las veces, cada uno está hablando,
mediante su dispositivo, con alguien que no está allí! Es genial!
No entiendo una cosa, llámame
desfasado en el tiempo. Si estás con una persona, hablando con otra
por el teléfono... porque diantres no quedas con esa persona? Debo
ser el tipo más tonto del plantea. O quizás no. Puede, y solo es
una posibilidad, que sea porque tengo en mi haber una cosa que
provoca esa falta de comprensión. Me voy a sincerar y puede que os
sorprenda a algunos. Sí. No se puede comprar por Ebay, ni por
Amazon. No puedes compartirlo por Whatsapp ni subirlo a Instagram. No
produce seguidores ni mucho menos ser un influencer. Preparado? Estás
sentado? Se llama educación.
Si hablo con una persona, no miro el
teléfono para ver que me dice alguien que no está allí. Y si lo
hago, porque estoy esperando algo en concreto, me disculpo con mi
interlocutor.
Soy de quedar con esa persona. Hacer un
café y verle la cara. No de estar media hora tecleando una pantalla,
cargando de emoticonos el chat, para suplir lo que no pueden reflejar
mis expresiones faciales al no ser vistas.
Entendí desde el primer momento que,
el teléfono móvil dispone de un orificio. Dicho orificio sirve para
conectar un útil a la par que sencillo invento: los cascos. Dicho
invento es genial, permite escuchar música al volumen que quieras.
SIN MOLESTAR AL RESTO. Sin hacerles participes de tus gustos
musicales, por muy merecedores de ser compartidos te parezcan.
Está bien llevar una cámara encima.
Estoy de acuerdo. Pero he visto gente haciendo selfies en entierros y
velatorios. Basta ya.
Es un hecho que la estupidez humana ha
estado ahí a lo largo de toda su historia. No vamos a cambiarlo
ahora, y menos un servidor. Pero no hace falta vanagloriarse de ella.
Ni exponerla. Guárdatela para ti y los tuyos. De verás, no pasa
nada. Ya compartes tu vida en Internet. No lo hagas con tu estupidez
en la vida real.
Ya lo dijo Albert Camus: “La
estupidez insiste siempre. No le demos alas”.
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